Todos pensamos. Día y noche. Los vespertinos, por ejemplo, que generan la melatonina las últimas horas del sueño y abrazan el silencio y la tranquilidad del ambiente para soñar despiertos mientras tú y yo, sumergidas en nuestras oscuridades, buscamos respuestas o soluciones soñando dormidas.
Todos pensamos, incluso los que no se permiten hacerlo, tal vez por miedo a navegar en sus más profundos deseos y sentir que traicionan a la realidad. O a ellos mismos. No deberían, porque la voz ahí dentro no les pertenece. No sé qué sería de mí solo conmigo misma. O peor aún, qué sería de mí sin ella. Sin sus consejos, sin su consuelo, sin sus bromas ridículas que hacen que me ría, sin su inglés perfecto y no otro idioma, yo no soy sin ella.
Porque al mismo tiempo soy ella, tengo más de mí que de ella, pero igual me acompaña y me enseña. No me juzga ni me culpa cuando a veces no quiero escucharla, porque sabe que hay momentos en los que no decido con la cabeza. Que es tiempo de aprender una lección, una más, y ella espera paciente su turno. Su trabajo es duro, repetir una y otra vez lo mismo, semanas, meses, incluso años. Me pregunto si alguna vez se agota. Debe ser difícil ser el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo. Escoger lo que sí, lo que no, lo que siempre, lo que nunca. Saberlo todo y no poder decir nada.
Sabía que se trataba de alguien más, pero jamás se me había ocurrido ponerle un nombre, eso confirmaría su existencia. No. Hasta que te conocí. Y luego sí. No solo me contaste cómo la llamabas, también que sabías quién era, su historia, que te atreviste esa vez ser tú quien la tomase de la mano. Yo no sé si quiero verla, al menos no por ahora. Pero sí que hay algo que sé de ella. Renata. Así se llama.
Del lado de allá: La otra V